C. H. Mackintosh
La cuestión de la responsabilidad del
hombre parece dejar perplejas a muchas almas. Éstas consideran que es difícil —por
no decir imposible— conciliar este principio con el hecho de que el hombre
carece por completo de poder. «Si el hombre —arguyen— es absolutamente
impotente, ¿cómo puede ser responsable? Si él por sí mismo no puede
arrepentirse ni creer al Evangelio, ¿cómo puede ser responsable? Y si él,
finalmente, no es responsable de creer al Evangelio, ¿sobre qué base, entonces,
podrá ser juzgado por rechazarlo?»
Así es como la mente humana razona y
arguye; y la teología, lamentablemente, no ayuda a resolver la dificultad, sino
que, por el contrario, aumenta la confusión y la oscuridad. Pues, por un lado,
una escuela de teología —la «alta» o calvinista— enseña —y correctamente— la
completa impotencia o incapacidad del hombre; que si se lo deja librado a sus propios
medios, él jamás querrá ni podrá venir a Dios; que esto sólo es posible gracias
al poder del Espíritu Santo; que si no fuese por la libre y soberana gracia,
nunca una sola alma podría ser salva; que, si de nosotros dependiera, sólo
obraríamos mal y nunca haríamos bien. De todo esto, el calvinista deduce que el hombre no es responsable. Su
enseñanza es correcta, pero su deducción es errónea. La otra escuela de
teología —la «baja» o arminiana— enseña —y correctamente— que el hombre es responsable; que será
castigado con eterna destrucción por haber rechazado el Evangelio; que Dios
manda a todos los hombres en todo lugar que se arrepientan; que ruega a los
pecadores, a todos los hombres, al mundo, que se reconcilien con Él; que Dios
quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad.
De todo esto, el sistema deduce que el
hombre tiene el poder o la facultad de arrepentirse y creer. Su enseñanza
es correcta; su deducción, errónea.
De esto se sigue que ni los razonamientos
humanos ni las enseñanzas de la mera teología —alta o baja— podrán jamás
resolver la cuestión de la responsabilidad del hombre y de su falta de poder.
La palabra de Dios solamente puede hacerlo; y lo hace de la manera más simple y
concluyente. Ella enseña, demuestra e ilustra, desde el comienzo del Génesis
hasta el final del Apocalipsis, la
completa impotencia del hombre para obrar el bien y su incesante inclinación al
mal. La Escritura, en Génesis 6, declara que “todo designio de los pensamientos del corazón de ellos es de
continuo solamente el mal”. En
Jeremías 17 declara que “engañoso es el corazón más que todas las cosas, y
perverso”. En Romanos 3 nos enseña que “no hay justo, ni aun uno; no hay quien
entienda. No hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron
inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno”.
Además, la Escritura no sólo enseña la
doctrina de la absoluta e irremediable ruina del hombre, de su incorregible
mal, de su total impotencia para hacer el bien y de su invariable inclinación
al mal, sino que también nos provee de un cúmulo de pruebas, absolutamente
incontestables, en la forma de hechos e ilustraciones tomados de la historia
actual del hombre, que demuestran la doctrina. Nos muestra al hombre en el jardín,
creyendo al diablo, desobedeciendo a Dios y siendo expulsado. Lo muestra, tras haber sido expulsado, siguiendo su
camino de maldad, hasta que Dios, finalmente, tuvo que enviar el diluvio.
Luego, en la tierra restaurada, el hombre se embriaga y se degrada. Es probado
sin la ley, y resulta ser un rebelde sin ley. Entonces es probado bajo la ley,
y se convierte en un transgresor premeditado. Entonces son enviados los
profetas, y el hombre los apedrea; Juan el Bautista es enviado, y el hombre lo
decapita; el Hijo de Dios es enviado, y el hombre lo crucifica; el Espíritu
Santo es enviado, y el hombre lo resiste.
Así pues, en cada volumen —por decirlo
así— de la historia del género humano, en cada sección, en cada página, en cada
párrafo, en cada línea, leemos acerca de su completa ruina, de su total
alejamiento de Dios. Se nos enseña, de la manera más clara posible, que, si del
hombre dependiera, jamás podría ni querría —aunque, seguramente, debería—
volverse a Dios, y hacer obras dignas de arrepentimiento. Y, en perfecta
concordancia con esto, aprendemos de la parábola de la gran cena que el Señor
refirió en Lucas 14, que ni tan siquiera uno de los convidados quiso hallarse a
la mesa. Todos los que se sentaron a la mesa, fueron “forzados a entrar”. Ni
uno solo jamás habría asistido si hubiese sido librado a su propia decisión. La
gracia, la libre gracia de Dios, debió forzarlos a entrar; y así lo hace.
¡Bendito sea por siempre el Dios de toda gracia!
Pero, por otra parte, lado a lado con
esto, y enseñado con igual fuerza y claridad, está la solemne e importante
verdad de la responsabilidad del hombre.
En la Creación, Dios se dirige al hombre como a un ser responsable, pues tal
indudablemente lo es. Y además, su responsabilidad, en cada caso, es medida por
sus beneficios. Por eso, al abrir la epístola a los Romanos, vemos que el
gentil es considerado en una condición sin ley, pero siendo responsable de
prestar oído al testimonio de la Creación, lo que no ha hecho. El judío es
considerado como estando bajo la ley, siendo responsable de guardarla, lo que
no ha hecho. Luego, en el capítulo 11 de la epístola, la cristiandad es
considerada como responsable de permanecer en la bondad de Dios, lo cual no
hizo. Y en 2.ª Tesalonicenses 1 leemos que aquellos que no obedecen al
evangelio de nuestro Señor Jesucristo, serán castigados con eterna destrucción.
Por último, en el capítulo 2 de la epístola a los Hebreos, el apóstol urge en
la conciencia esta solemne pregunta: “¿Cómo escaparemos nosotros, si descuidamos
una salvación tan grande?”
Ahora bien, el gentil no será juzgado
sobre la misma base que el judío; tampoco el judío será juzgado sobre la misma
base que el cristiano nominal. Dios tratará con cada cual sobre su propio
terreno distintivo y conforme a la luz y privilegios recibidos. Hay quienes
recibirán “muchos azotes”, y quien será “azotado poco”, conforme a Lucas 12.
Será “más tolerable” para unos que para otros, según Mateo 11. El Juez de toda
la tierra habrá de hacer lo que es justo; pero el hombre es responsable, y su
responsabilidad es medida por la luz y los beneficios que le fueron dados. No a
todos se los agrupa indiscriminadamente, como si se hallasen en un terreno
común. Al contrario, se hace una distinción de lo más estricta, y nadie será jamás
condenado por menospreciar y rechazar beneficios que no hayan estado a su
alcance. Pero seguramente el solo hecho de que habrá un juicio, demuestra
fehacientemente —aunque no hubiera ninguna otra prueba— que el hombre es
responsable.
¿Y quién —preguntamos— es el prototipo de
irresponsabilidad por excelencia? Aquel que rechaza o desprecia el Evangelio de
la gracia de Dios. El Evangelio revela toda la plenitud de la gracia de Dios.
Todos los recursos divinos se despliegan en el Evangelio: El amor de Dios; la
preciosa obra y la gloriosa Persona del Hijo; el testimonio del Espíritu Santo.
Además, en el Evangelio, Dios es visto en el maravilloso ministerio de la
reconciliación, rogando a los pecadores que se reconcilien con Él[1].
Nada puede sobrepasar esto. Es el más elevado y
pleno despliegue de la gracia, de la misericordia y del amor de Dios; por
tanto, todos los que lo rechazan o menosprecian, son responsables en el sentido
más estricto del término, y traen sobre sí el más severo juicio de Dios.
Aquellos que rechazan el testimonio de la Creación
son culpables; los que quebrantan la ley
son más culpables todavía; pero aquellos que rechazan la gracia ofrecida, son los más culpables de todos.
¿Habrá alguno que todavía objete y diga
que no es posible reconciliar las dos cosas: la impotencia del hombre y la
responsabilidad del hombre? El tal tenga en cuenta que no nos incumbe
reconciliarlas. Dios lo ha hecho al incluir ambas verdades una al lado de la
otra en su eterna Palabra. Nos corresponde sujetarnos y creer, no razonar. Si
atendemos a las conclusiones y deducciones de nuestras mentes, o a los dogmas
de las antagónicas escuelas de teología, caeremos en un embrollo y estaremos
siempre perplejos y confusos. Pero si simplemente nos inclinamos ante las
Escrituras, conoceremos la verdad. Los hombres pueden razonar y rebelarse
contra Dios; pero la cuestión es si el hombre ha de juzgar a Dios o Dios ha de
juzgar al hombre. ¿Es Dios soberano o no? Si el hombre ha de colocarse como
juez de Dios, entonces Dios no es más Dios. “Oh hombre, ¿quién eres tú, para
que alterques con Dios?” (Romanos 9:20).
Ésta es la cuestión fundamental. ¿Podemos
responder a ella? El hecho claro es que esta dificultad referente a la cuestión
de poder y responsabilidad es un completo error que surge de la ignorancia de
nuestra verdadera condición y de nuestra falta de absoluta sumisión a Dios.
Toda alma que se halla en una buena condición moral, reconocerá libremente su
responsabilidad, su culpa, su completa impotencia, su merecimiento del justo
juicio de Dios, y que si no fuera por la soberana gracia de Dios en Cristo,
ella sería inevitablemente condenada. Todos aquellos que no reconocen esto,
desde lo profundo de su alma, se ignoran a sí mismos, y se colocan virtualmente
en juicio contra Dios. Tal es su situación, si hemos de ser enseñados por la
Escritura.
Tomemos un ejemplo. Un hombre me debe
cierta suma de dinero; pero es un hombre inconsciente y despilfarrador, de modo
que es incapaz de pagarme; y no sólo es incapaz, sino que tampoco tiene el
menor deseo de hacerlo. No quiere pagarme; no quiere tener nada que ver
conmigo. Si me viera venir por la calle, se ocultaría tan pronto como pudiera
con tal que me esquivara. ¿Es responsable? ¿Tengo razones para iniciar acciones
legales contra él? ¿Acaso su total incapacidad para pagarme lo exonera de
responsabilidad?
Luego le envío a mi siervo con un afectuoso
mensaje. Lo insulta. Le envío otro; y lo golpea violentamente. Entonces le
envío a mi propio hijo para que le ruegue que venga a mí y se reconozca deudor
mío, para que confiese y asuma su propio lugar, y para decirle que no sólo
quiero perdonar su deuda, sino también asociarlo a mí. Él entonces insulta a mi
hijo de toda forma posible, echa toda suerte de oprobio contra él y,
finalmente, lo asesina.
Todo esto constituye simplemente una muy
débil ilustración de la verdadera condición de cosas entre Dios y el pecador;
sin embargo, algunos quieren razonar y argumentar acerca de la injusticia de
sostener que el hombre es responsable. Ello es un fatal error, desde todo punto
de vista. En el infierno no hay una sola alma que tenga alguna dificultad sobre
este tema. Y con toda seguridad que en el cielo nadie siente ninguna dificultad
al respecto. Todos los que se hallen en el infierno reconocerán que recibieron
lo que merecían conforme a sus obras; mientras que aquellos que se hallen en el
cielo se reconocerán «deudores a la gracia solamente». Los primeros habrán de
agradecerse a sí mismos; los últimos habrán de dar gracias a Dios. Creemos que
tal es la única solución verdadera a la cuestión de la responsabilidad y el poder del hombre [2].
No hay comentarios:
Publicar un comentario