El error de una teología
torcida que contiene un solo lado de la verdad
C. H.
Mackintosh
Hace
poco hemos recibido una larga carta que proporciona una muy sorprendente prueba
de los desconcertantes efectos de una teología torcida que muestra un solo lado
de la verdad, y que pretende ser la verdad completa. Nuestro corresponsal se
halla evidentemente bajo la influencia de lo que se denomina «la alta escuela
de doctrina» [calvinismo extremo]. En consecuencia, no puede ver lo correcto de
llamar a los inconversos a que «vengan», a que «oigan», a que «se arrepientan»
o a que «crean». Para él es una pretensión tan imposible como pedir peras al olmo.
Ahora
bien, creemos plenamente que la fe es
don de Dios, y que ella no es conforme a la voluntad del hombre ni por su
poder. Creemos, además, que ninguna alma vendría jamás a Cristo si no fuere
atraída —forzada— por la gracia divina a hacerlo; por lo tanto, todos los que
son salvos tienen que dar gracias a Dios por su gracia libre y soberana al respecto. Su cántico es, y siempre será:
«No a nosotros, oh Señor, no a nosotros, sino a tu Nombre damos gloria, por tu
misericordia, y por amor a tu verdad.»
Y
nosotros creemos esto, no como parte de un determinado sistema de doctrina,
sino como la verdad revelada de Dios. Pero, por otro lado, también creemos, y
de igual manera, en la solemne verdad de la
responsabilidad moral del hombre, puesto que la Escritura lo enseña
claramente, aunque no lo encontremos entre los denominados «cinco puntos de la
fe de los escogidos de Dios».
Creemos
en estos cinco puntos, hasta donde están escritos; pero distan muchísimo de
abarcar toda la fe de los escogidos
de Dios. Hay extensas áreas de la revelación divina que ni remotamente son
contempladas, y ni siquiera aludidas, por este sistema teológico defectuoso y
mal desarrollado. ¿Dónde hallamos el llamamiento celestial? ¿Dónde está la
gloriosa verdad de la Iglesia como cuerpo y esposa de Cristo? ¿Dónde está la
preciosa esperanza santificadora de la venida de Cristo para recibir a los
suyos en el aire? ¿Dónde vemos que el vasto campo de la profecía se abra a la
visión de nuestras almas en lo que tan pomposamente ha venido a llamarse «la fe
de los escogidos de Dios»? En vano buscaremos la menor traza de ello en todo el
sistema con el cual nuestro amigo está vinculado.
Ahora
bien, ¿podríamos suponer por un momento que el bendito apóstol Pablo aceptaría
como «la fe de los escogidos de Dios» un sistema que excluye el glorioso
misterio de la Iglesia de la cual él fue hecho ministro de una manera especial?
Supongamos que alguien le hubiera mostrado a Pablo «los cinco puntos» del
calvinismo como una declaración de la verdad de Dios, ¿qué habría dicho?
¡¿Qué?! ¡«Toda la verdad de Dios»; «la fe de los escogidos de Dios»; «todo
aquello que es esencial para la fe»! ¡Pero ni una sílaba acerca de la verdadera
posición de la Iglesia, de su llamamiento, de su esperanza y de sus
privilegios!
¡Tampoco
se hace ninguna mención del futuro de Israel! Vemos una completa ignorancia o,
en el mejor de los casos, un despojamiento de las promesas hechas a Abraham,
Isaac, Jacob y David. Las enseñanzas proféticas en su conjunto son relegadas a
un sistema espiritualizante o alegorizante —falsamente así llamado— de
interpretación, mediante el cual a Israel se lo priva de su propia porción, y
los cristianos son rebajados a un nivel terrenal; ¡y esto nos es presentado con
la elevada pretensión de ser «la fe de los escogidos de Dios»!
¡Gracias
a Dios que ello no es así! Él —bendito sea su Nombre— no se ha confinado dentro
de los estrechos límites de ninguna escuela teológica, alta, baja o moderada.
Se ha revelado a sí mismo. Ha declarado los profundos y preciosos secretos de
su corazón. Ha hecho manifiestos sus eternos consejos con respecto a la
Iglesia, a Israel, a los gentiles y a toda la Creación. Los hombres si quieren
pueden tratar de confinar el vasto océano dentro de un balde que ellos mismos
han formado, de la misma manera que pretenden confinar el vasto rango de la
revelación divina dentro de los débiles cercos de los sistemas de teología
humanos. No es posible hacer esto, ni se debiera intentar hacerlo. Es muchísimo
mejor hacer a un lado los sistemas teológicos y las escuelas de teología, y
venir, cual un niño, a la eterna fuente de la Santa Escritura, para beber de
ella las vivas enseñanzas del Espíritu de Dios.
Nada
es más nocivo para la verdad de Dios, más desecante para el alma ni más
subversivo para el crecimiento y el progreso espiritual que la mera teología,
ya alta o calvinista, ya baja o arminiana. Es imposible que el alma progrese
más allá de los límites del sistema con el que está relacionada. Si se me
enseña a considerar «los cinco puntos» como «la fe de los escogidos de Dios»,
no me interesará mirar más allá de ellos; y entonces un glorioso conjunto de
verdades celestiales quedará vedado a mi vista. Resultaré atrofiado y estrecho
de miras, con una visión meramente parcial de la verdad. Correré peligro de
caer en ese estado de alma frío y entumecido que resulta de estar ocupado con
meros puntos de doctrina en vez de estarlo con Cristo.
Un
discípulo de la alta escuela de teología —o calvinista— no quiere oír acerca de
un Evangelio para el mundo entero; del amor de Dios hacia el mundo; de las
buenas nuevas para toda criatura debajo del cielo. Él sólo ha conseguido un
Evangelio para los escogidos. Por otra parte, un discípulo de la baja escuela
—o arminiana— no quiere oír acerca de la eterna seguridad de los que creen. Su
salvación —alegan— depende en parte de Cristo y en parte de ellos mismos.
Conforme a este sistema, el cántico de los redimidos debería sufrir una
modificación: En lugar de cantar simplemente: «Digno es el Cordero», deberíamos
agregar: «Y dignos somos también
nosotros.» Podemos ser salvos hoy, y perdernos mañana. Todo esto deshonra a
Dios, y priva al cristiano de toda paz verdadera.
Al
escribir así no es nuestra intención ofender al lector. Nada estaría más lejos
de nuestros pensamientos. No estamos tratando con personas, sino con escuelas
de doctrina y sistemas de teología, de los que suplicamos con la mayor
vehemencia a nuestros amados lectores que se aparten de una vez para siempre.
Ningún sistema teológico contiene la verdad entera, completa, de Dios. Todos,
es verdad, contienen ciertos elementos de verdad; pero la verdad siempre
resulta anulada por el error; y aun cuando pudiésemos hallar un sistema que, en
lo que va de él, no contenga más que la verdad, con todo, si no comprendiera
toda la verdad, su efecto sobre el alma es pernicioso, porque conduce a una
persona a vanagloriarse de tener toda la verdad de Dios, cuando, en realidad, sólo
se ha aferrado a un sistema humano que contiene un solo lado de la verdad.
Además,
es raro encontrar un solo discípulo de cualquier escuela de doctrina que pueda
enfrentar a la Escritura en su conjunto. Siempre se citarán un determinado
número de textos preferidos que se repetirán continuamente; pero no se
apropiará de una vasta porción de la Escritura. Tómense, por ejemplo, pasajes
tales como los siguientes: “Pero Dios... ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (Hechos
17:30). “El cual quiere que todos los
hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1.ª Timoteo
2:4). “El Señor... es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2.ª
Pedro 3:9). Y, en la última página del inspirado Volumen, leemos: “Y el que quiera, tome del agua de la vida
gratuitamente” (Apocalipsis 21:17).
¿Hemos
de tomar estos pasajes tal como están, o hemos de introducir palabras que
modifiquen su sentido de manera de adaptarlos a nuestro particular sistema teológico?
El hecho es que estos pasajes ponen de manifiesto la grandeza del corazón de
Dios, las acciones de su naturaleza de gracia y el vasto aspecto de su amor. No
es conforme al amante corazón de Dios que ninguna de sus criaturas perezca. No
hay tal cosa en la Escritura como ciertos decretos de Dios que relegan a un
determinado número de hombres a la eterna condenación [2] . Algunos pueden ser judicialmente entregados a
la ceguera por su deliberado rechazo de la luz (véase Romanos 9:17; Hebreos
6:4-6; 10:26-27; 2.ª Tesalonicenses 2:11-12; 1.ª Pedro 2:8). Pero todos los que
perecen, sólo se echarán la culpa a sí mismos; mientras que los que alcanzan el
cielo, darán gracias a Dios.
Si
hemos de ser enseñados por la Escritura, debemos creer que todo hombre es
responsable conforme a su luz. El gentil es responsable de oír la voz de la
Creación. El judío es responsable sobre la base de la ley. La cristiandad es
responsable sobre la base de una revelación completa que se halla contenida en
toda la Palabra de Dios. Si Dios manda a todos los hombres en todo lugar, que
se arrepientan, ¿quiere decir lo que afirma, o se refiere solamente a todos los
escogidos? ¿Qué derecho tenemos de agregar, alterar, recortar o acomodar la
Palabra de Dios? ¡Ninguno!
Tomemos
la Escritura tal como está, y rechacemos todo lo que no pueda resistir la
prueba. Bien podemos poner en duda la solidez de un sistema que no es capaz de
soportar toda la fuerza de la Palabra de Dios en su conjunto. Si los pasajes de
la Escritura parecen contradecirse, sólo lo es a causa de nuestra ignorancia.
Reconozcamos humildemente esto, y esperemos en Dios para una mayor luz. Éste —bien podemos estar seguros de ello— es
el firme terreno moral que debemos ocupar. En vez de tratar de reconciliar
aparentes discrepancias, inclinémonos a los pies del Maestro y justifiquémosle
en todos sus dichos. Así cosecharemos abundantes frutos de bendición, y
creceremos en el conocimiento de Dios y de su Palabra en conjunto.
Unos
pocos días atrás, un amigo puso en nuestras manos un sermón que había sido
predicado recientemente por un eminente clérigo perteneciente a la alta escuela
de doctrina. Hemos hallado en este sermón, al igual que en la carta de nuestro
corresponsal, los efectos de una teología torcida que muestra un solo lado de
la verdad. Por ejemplo, al referirse a esa magnífica declaración de Juan el
Bautista, en Juan 1:29, el predicador la cita de la siguiente manera: «He aquí
el Cordero de Dios, que quita el pecado de
todo el mundo del elegido pueblo de Dios.»
Pero
en el pasaje no se dice ni una sola palabra acerca del «elegido pueblo de
Dios». Se refiere a la gran obra propiciatoria de Cristo, en virtud de la cual
toda traza de pecado será borrada de toda la creación de Dios. Nosotros veremos
la plena aplicación de ese bendito texto de la Escritura solamente en los
cielos nuevos y la tierra nueva, en los cuales mora la justicia. Limitar el
pasaje al pecado de los escogidos de Dios, sólo puede ser considerado como
fruto del prejuicio teológico, que tuerce la verdad.
NOTAS
[1] N. del T.— En la cristiandad hay dos sistemas teológicos —dos
escuelas de pensamiento— antagónicos, que deben su nombre a aquellos que los formularon
por primera vez: arminianismo (de Jacobo
Arminio, teólogo protestante holandés) y calvinismo
(de Juan Calvino, reformador francés). Cada uno cita un grupo selecto de
textos bíblicos con el fin de sustentar su postura. El arminianismo afirma,
correctamente, que el hombre es responsable de creer para ser salvo, pero, de
esa responsabilidad, deduce, erróneamente, que el hombre tiene una capacidad propia
dentro de sí para decidir ir a Cristo: el llamado «libre albedrío». Puesto que
este sistema hace depender la salvación del llamado «libre albedrío», entiende la soberanía de Dios como un
paso inicial de la salvación, pero no como una elección soberana de Dios,
independiente de la voluntad del hombre. Sostiene que Dios elige según su
presciencia, o sea, elige a los que Él sabe de antemano que habrán de creer en
Cristo. Una de las consecuencias funestas de este sistema es que, al hacer
depender la salvación de la elección humana, ella se puede perder por ese mismo
«libre albedrío». La escuela contraria —el calvinismo— se apoya en otra serie selecta
de textos que muestran que la redención completa del hombre depende exclusivamente
de la soberanía de Dios, quien elige desde la eternidad a aquellos que habrán
de ser salvos, independientemente de su voluntad o conducta, lo cual, hasta ahí,
es cierto. Con más o menos variantes en lo que respecta al grupo de personas
que no fueron elegidas por Dios desde la eternidad para salvación (los que
quedan en un estado de condenación), las escuelas más extremas del calvinismo (a
éstas se refiere el autor del presente artículo) deducen erróneamente que el
hombre no es responsable de creer. Extendiendo sus deducciones lógicas, el
calvinismo extremo crea así una teoría de «reprobación de los incrédulos por el
decreto eterno de Dios», y no por la propia responsabilidad de los que se
pierden.
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